lunes, 14 de junio de 2010

Lola

LOLA

La canasta era pesada, y más pesada se sentía cuando se llenaba de desesperanza. Lola era la niña que vendía por las tardes pan casa por casa; pasaba por mi calle gritando: “pan ranchero calientito”. El sabor era riquísimo, con un leve gusto a anís y a pueblo.
Recuerdro que esperábamos ansiosamente los martes y jueves, pues esos días llevaba los rellenos de nata.
Lola era de esas joyas que estaban colocadas en un estuche equivocado,- al menos eso decía mi padre- era vivaz, simpática y de conversación amena; no sólo vendía pan, también vendía trozos de sus sueños.
Algunas veces le decía a mi madre que le hubiera gustado tener una familia como la nuestra, con padres y hermanos, otras nos comentaba que sus abuelos (con los que vivía) le habían prometido que pronto la visitaría su madre; la misma que la había abandonado casi recién que nació para ir tras de los jirones de vida que le había dejado el último hombre que le había jurado amor eterno. Pero esa visita nunca llegaba, y como estrella fugaz, así pasaba una sombra por su mirada, pero así de inmediato la cambiaba por su sonrisa fresca y llena de ilusiones.
Nunca dejaba de soñar, como nunca dejaba de llevar su canasta de un lado para otro, cargándola con esfuerzo, pero no se quejaba; decía que sus abuelos le daban una parte de lo que vendía para “juntar lo suficiente para pagar el precio de sus sueños”.
Mi hermana mayor le rogaba a mi madre que adoptara a Lola, de hecho le rogaba que adoptara a todo ser viviente que veía desvalido; y creo que en algún momento mis padres consideraron esa posiblidad, les entristecía pensar qué futuro le esperaba a esa criatura tan llena de ganas de torcerle la sonrisa al destino.
Recuerdo una ocasión cuando hicieron la lista de cosas que necesitaban sus 7 hijos para el regreso a la escuela, agregaron a Lola y le compraron todo lo que necesitaba, no olvido su cara de sorpresa, alegria, asombro e incredulidad cuando mi madre le entregó las bolsas con las compras. Y no olvido tampoco su cara de tristeza, desencanto y frustración cuando sus abuelos la acompañaron para dar las gracias y regresar lo mismo que un día antes había recorrido el camino hacia su casa. No hubo explicaciones, no se dieron ni se pidieron, se respetó la dignidad de un par de viejos que con la cabeza en alto defendieron el privilegio que la vida les había dado por partida doble, dar la red y no el pez. Ya aprendería ella –dijeron, sin necesidad de andar aceptando dádivas.
Nunca entendí porque, pero a partir de ese día las visitas de Lola fueron cada vez menos, nunca dejó de sonreír ni de contar sus anhelos, pero de a poco nos tuvimos que acostumbrar a no escuchar su vocecita gritando “¡pan ranchero calientito!”, extrañamos el sabor a anís y a pueblo.
No sé si logró dejar atrás la canasta. Cuando pienso en ella pienso en su cara sonriente e ilusionada cargando las bolsas con los regalos de mis padres, pienso en Lola cargando su futuro, pagando el precio por alcanzar sus sueños, tal como nos decía ella, con lo que “juntaba” vendiendo pan ranchero calientito……….




No hay comentarios:

Publicar un comentario