Cuando era niña, uno de los paseos que más me ilusionaban era el ir a la feria que año con año se instala en mi ciudad.
Las luces, la algarabía, el olor a algodón de azúcar y a churros rellenos me llenaban de una euforia muy especial.
Mi papá nos llevaba a todos sus hijos y, como siempre, a uno que otro agregado que nunca faltaba.
Me gustaba recorrerla despacio, aspirando el aroma a establo en la exposición ganadera; uno de mis lugares favoritos, y a miedo al pasar por la casa de los monstruos. Varias veces reuní el valor necesario para comprar el boleto de entrada, pero sólo me alcanzaba para avanzar unos cuantos pasos y dar la media vuelta en cuanto escuchaba la primer carcajada que salía de las bocinas bien escondidas entre las telarañas y la la decoración que apenas podía vislumbrar entre la penumbra.
Siempre era lo mismo, le rogaba a mi papá que me llevara para probarle que ahora si sería valiente, él se hacía del rogar un rato hasta que, dando un suspiro me acompañaba de ida, sosteniendo mi mano entre brincos y latidos desbocados de mi corazón, y me acompañaba de regreso, empujándome apenas para que avanzara, arrastrando los pies y cabizbaja.
Después del intento fallido, me gustaba pasar por los puestos de juegos; tiro al blanco, aros, reventar globos con dardos, y el mejor de todos; la tómbola del Club Rotario.
Me provocaba gran emoción ver todos esos regalos cuidadosamente acomodados de tal manera que lucían como tesoros esperando ser desenterrados.
Sólo 1 boleto podía comprar, no más pues no era yo la única a la que le gustaba sentir el cosquilleo por la expectativa de ver en qué número se detenía la ruleta; así que no me quedaba más remedio que compartir el dinero entre las manos que se extendían para recibir un pedacito de fortuna.
Nunca he sido muy afortunada en los juegos de azar, y aunque cruzaba los dedos muy apretados, rara vez tuve un premio, pero no me importaba demasiado, generalemente uno de mis hermanos o mis padres obtenían alguno y con eso bastaba. Pero recuerdo una noche en especial; desde que me coloqué en la baranda que separaba al público de los premios y los despachadores de boletos lo ví, era el muñeco más lindo que había visto en mi vida, me abstuve de participar hasta que el hombre que anunciaba los premios al micrófono levantara al preciado obsequio, entonces me precipité a pedir a gritos mi boleto. No ví el número, las manos me sudaban, tal era mi emoción; pedí con todas mis fuerzas que el juguete fuera para mí, suplicaba a mi ángel de la guarda que no me abandonara y que me ayudara a conseguirlo.
Mis ojos siguieron espectantes a la ruleta dar vueltas y vueltas una y otra vez hasta detenerse en el número 12; lentamente abri mi boleto y ¡oh desilusión! mi número era el 5.
Lentamente me dí la vuelta y le dejé el lugar a una de mis hermanas, -¿Qué pasó- me preguntó, le contesté que como siempre había tenido mala suerte, le entregué un trozo de papel arrugado y con lágrimas en los ojos me dirigí hasta donde nos esperaban mis padres. Cuando buscaba el cobijo de los brazos de mi madre para llorar mi frustación escuché un grito de alegría y los aplausos de mis hermanos, ví correr a mi hermana hacía mí con una sonrisa de satisfacción agitando el muñeco, con incredulidad lo recibí y lo abracé fuertemente.
Cuándo le pregunté a mi hermana cómo lo había conseguido me guiñó un ojo y me dijo "ya sabes, soy un ángel".
Sin duda lo era, por esa razón Dios la pidió de vuelta a su presencia un triste día de Junio.
No se que pasó con ese muñeco ni cómo le hizo mi hermana para conseguirlo, lo que sí recuerdo es que me proporcionó muchas horas de alegría, pero sobre todo me dejó la certeza de pertenecer a una estupenda familia.
Hace mucho que no voy a la feria de mi ciudad, creo que ha perdido su esencia, prefiero recordarla como antaño, cuando era una niña queriendo demostrar su valentía frente a unos monstruos de cartón, con las mejillas y el corazón llenos de algodón de azúcar.....................