Una de las tradiciones mas bellas de mi país es el día de muertos. Esta celebración inicia el 1° de Noviembre, día de todos los Santos y, en México, llamado día de los muertos chiquitos, pues este día según la creencia, se les permite a los niños fallecidos visitar a sus seres queridos; y culmina el 2 de Noviembre con la conmemoración del día de los muertos mayores o los adultos fallecidos.
La atemporalidad que gozan los que se nos adelantaron en el camino los llevan a mantenerse en la misma edad eternamente, así es que un niño siempre nos visitara en día primero; a nuestros seres queridos los recordaremos con la misma edad a pesar del paso de los años.
Recuerdo cuando era niña, y no teníamos en la familia muchos muertos durmiendo en el camposanto, los altares eran algo ajeno en mi vida.
Sin embargo al morir mi mamá Cuca, las visitas al cementerio y la celebración del día de muertos empezó a tener un significado para mí.
Recuerdo el primer año posterior al fallecimiento de mi abuela materna, acudimos al panteón junto con mis tíos, tías y primos. Mientras mi papá lavaba la lápida, y mi mamá y mis tías sacaban la comida que llevaban, mis primos y yo corríamos aquí y allá, siempre respetando no caminar sobre las tumbas, mucho menos sobre aquellas que no tenían lápida y que sólo un montón de tierra y una cruz de madera hacía referencía que ahí descansaba quien había sido antaño un padre, una madre, un hijo o... en fín, alguien que ya no estaba presente en este mundo. Si lo hacíamos nos llevabábamos una fuerte reprimenda, y tal vez un coscorrón de mi abuelo paterno (mi papá Juan). "Respete a los muertos, carajo" era la frase que invariablemente nos decía.
Al final de la visita, nos esperaba lo mejor, las largas cañas de azúcar que nos compraban, las que pelábamos con los dientes, y aprovechábamos para demostrar nuestra destreza la cual consistía en dar un fuerte jalón para traernos la piel con la que está cubierta la caña sin cortarnos, pues aparte de ser dolorosísimo, nos bajaba puntos en la admiración que queríamos despertar en mi papá Juan.
Casi al caer la tarde, después de una larga jornada que había iniciado a las 7 de la mañana, llegábamos a la casa cansados, pegajosos y felices de haber vivido esa tradición, que año con año repetíamos.
Al correr de los años, las visitas y la celebración fueron mermando, murió mi papá Juan y no volvimos a ir más.
Ahora en los cementerios de mi ciudad ni siquiera lápidas con imágenes hay, sólo pequeñas placas con los nombres de nuestros seres queridos, son más elegantes, dicen.
Desde hace varios años he querido revivir la tradición con mis hijos, aunque sea la de levantar un altar para honrar la memoria de mis abuelos, de mi querida hermana y este año, entre sentimientos encontrados, lo colocaré para que mis queridos hijos me visiten y "coman" lo que más les gustaba.
Sonrio con melancolía y un dejo de tristeza al imaginarme la cara de mi Héctor cuando saboreé el mole que le voy a preparar, o de mi Carlos cuando le ponga un plato con un montón de pistachios para que los disfrute.
Ahora los acompañará mi hermana y tal vez mis abuelos. Mis nietos andarán corriendo alrededor del altar, pero con mucho cuidado no quiero que de pronto "alguien" les de un coscorrón o les diga "Respete a los muertos.. carajo"......................................................................
Hola Ar!
ResponderEliminarAquí, en algunos lugares del Norte de Argentina, principalmente en pueblitos de alta montaña, tenemos una tradición muy, muy parecida: se llama "Alma Nueva", y se celebra también el Dia 1 de Noviembre. Se preparan, como allá, las comidas que más le gustaban al difunto, y se amasa muchísimo pan, que se hornea con diversas formas: angelitos, cruces, ataúdes, escaleritas "para que el almita llegue al cielo", etc. Se colocan cajas o cosas por el estilo que simulen la forma de un ataúd sobre una mesa larga, y se cubre todo con telas negras. Sobre el cajón se pone el mejor retrato que se tenga de la persona que se fue. Es sobre esta mesa (rodeando el falso féretro) que se colocan las comidas y bebidas preferidas del familiar fallecido, y durante todo ese día la casa se llena de visitas, y se come, se bebe, se juegan juegos de salón, se ríe, se festeja. Porque, según dice la tradición, cuando alguien muere, va durante un año al purgatorio, rindiendo cuentas de su vida y aprendiendo para su próximo paso; y al cumplirse el primer año de muerto, es que se le permite la visita de nuevo a su casa, a sus familiares y a este mundo. Es la última, y viene a despedirse y a compartir un rato con su familia y amigos, porque a partir de este día, habrá un "alma nueva" en el paraíso. Por eso hay alegría, porque el alma de nuestro ser querido irá junto a Dios por fin. Al amanecer del día dos, cuando ya el alma ha venido y ha probado su comida, y se supone que está aún entre nosotros, se reparte entre todos los presentes lo que se ha cocinado, y los panes con formas. Los invitados eligen a uno de éntre ellos mismos, al que disfrazan de cura, y que será quien "case" a parejas ficticias, haga "bautismos" de alma nueva con padrinos y madrinas de juego, que mantendrán en vínculo de por vida como si fuera real. Esta parodia, hecha entre risas pero con respeto, dicen que tiene su origen entre los indígenas que durante la evangelización española imitaban los ritos que les enseñaban los misioneros para memorizarlos y así evitar los castigos de los curas.
Al atardecer del día dos, después de cantar, contar cuentos, y rezar de rato en rato durante toda la noche y gran parte del día, todos los invitados toman sus bolsas con panes y lo que quede de comida, pasan junto al ataúd y se despiden con cariño del muerto, que ya no volverá a visitar la Tierra, porque de aquí en más, vivirá en el reino de los cielos. Ahora ya hay allí un "Alma Nueva".
Un abrazo inmenso, y saluda de mi parte a esas dos almas nuevas que estarán siempre a tu lado.